Aquel miércoles, Don Pancho supo que el día por fin había llegado. Cerca de las siete de la tarde abandonó la plaza y volvió a su departamento del quinto piso en Rivadavia y Junín.
Se sentía emocionado y a la vez preocupado.
En el fondo del ropero encontró su viejo y raído frac negro. Luego de observarlo durante algunos minutos comenzó a vestirse con su antigua ropa. El pantalón, los zapatos, la camisa que solía ser de un blanco inmaculado y ahora tenía una tonalidad ocre, la corbata de moño.
En el ropero también encontró el estuche gris, polvoriento. Lo abrió con cuidado. Al contemplar el violín, una horda descontrolada de recuerdos lo golpeó tan fuerte que sus piernas se sacudieron al punto de hacerlo trastabillar.
Volvió a percibir ese aroma marrón y anaranjado de su violín que lo hacía único. Un artista puede reconocer su instrumento, entre muchos otros, con los ojos cerrados, sólo por su olor.
Pasó largo rato admirando el cuerpo de fresno y la sutileza de sus efes. La firme tastiera y el delicado cordal de nogal. Observó las clavijas, el arco y sus propias huellas en el esmalte.
Lo tomó con delicadeza y lo colocó sobre su hombro izquierdo en donde se balanceó sutil, mágico. Levantó el arco. Los nervios le invadían el cuerpo. Habían pasado más de treinta años desde que tocó por última vez.
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