En el trayecto que va desde la estación Palermo a Bulnes, fui testigo de una demostración de transformación digna de renombre.
¿Conocen esa clase de mujeres que se sienten en un grupo intermedio entre las “lindas” y las “feas”? Son aquellas que creen que, si no están perfectamente maquilladas y arregladas, nadie las miraría. Son fáciles de reconocer porque están constantemente arreglándose un mechón, retocándose los labios o arreglándose la arruga de la camisa.
En fin, me paré frente a una de ellas en el subte. Tendría unos 20 años y pertenecía a esa clase de mujeres sólo porque ella lo debía sentir de esa forma porque, en realidad, a “cara lavada” se la veía bastante linda.
Entre Palermo y Plaza Italia hizo una demostración de coraje y pulso al usar un lápiz de punta contra cada uno de sus ojos. El movimiento del subte pronosticaba un desenlace doloroso pero completó la operación con una destreza singular.
Antes de llegar a Scalabrini Ortiz ya había retocado sus pestañas con un arma similar a un puercoespín pero pequeña al tiempo que, cual mago de feria, hacía malabares sosteniendo un tubo negro, un espejo y una caja de pinturas con la otra mano.
En el último tramo agregó rubor, sombra, y otras cosas para mí desconocidas. De este modo, la señorita, que captaba miradas masculinas en Palermo, se había convertido en un Picasso que atraía las miradas de viejos críticos de arte en la estación Bulnes.
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