miércoles, julio 16, 2008

Ignorando la necesidad

La Muerte Roja había despoblado durante largo tiempo la comarca. Jamás hubo peste tan fatal, tan horrorosa. Su avatar era la sangre, lo rojo y la fealdad de la sangre. Eran unos dolores agudos, un vértigo repentino y después un sudor abundante por los poros y la disolución del ser. Unas manchas rojizas en el cuerpo y especialmente en la cara de la víctima desechábanla de la humanidad y le negaban todo socorro y toda simpatía. La invasión, el progreso, el resultado de la enfermedad, todo esto era cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios estuvieron medio despoblados, reunió un millar de amigos vigorosos y alegres de corazón, elegidos entre los caballeros y las damas de su Corte y se arregló con ellos un retiro impenetrable en una de sus abadías fortificadas.
(…) Fue hacia finales del quinto o sexto mes de encierro, mientras la plaga hacía estragos con más rabia afuera, cuando el príncipe Próspero obsequió a sus mil amigos con un baile de disfraces de la más insólita magnificencia.

Edgar Allan Poe, La máscara de la muerte roja, 1842

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